«Hermanas, tenéis que ir a visitar a una señora que se llama Carmela, es italiana, ¡como vosotras!». James es uno de nuestros amigos, hace tiempo que va en silla de ruedas. Llevamos nueve años yendo a verle cada semana. Hoy hace de portavoz de una persona a la que nunca ha visto, con la que únicamente comparte la enfermera que les atiende a ambos a domicilio. Contacto con la enfermera para que me dé más información y fijo una fecha para ir a visitar a Carmela.
El día de la visita, al entrar en su casa, me encuentro con una señora de casi 90 años que está estupendamente, tiene una mirada despierta que inspira simpatía. Empieza a hablarme en italiano, con mucha alegría y agradecimiento. Solo hacen falta pocas frases para percibir que me encuentro delante de una mujer de una estatura humana y una fe poco comunes.
Qué alegría ver que la certeza de la fe puede dar forma a la vida de una persona
Carmela es siciliana, emigró a Nueva York en 1961 cuando tenía 27 años, recién casada con Angelo. Fue una costurera buenísima, trabajó para dos estilistas italianos muy famosos. Tenía con ellos una relación personal. Ellos confiaban en ella hasta el punto de confiarle la creación de las muestras de producción de ropa.
Después de esta primera y breve visita, fui a verla una vez a la semana. Cada vez que iba a verla me sorprendían las cosas que me contaba. Su historia estaba llena de pequeños y grandes milagros: su infancia en Sicilia y sus padres; su noviazgo con Angelo y la travesía a los Estados Unidos; la comunidad italiana de Brooklyn, a la que echaba tanto de menos, y su devoción filial a San José, compartida por nosotras. Más aún, su relación con el rabino de Nueva York y con otros clientes hebreos; la enfermedad de su marido con treinta y pico años, que falleció y le dejó viuda con cincuenta y poco años. Para terminar, su relación con las hijas a las que debía educar, el traslado a Colorado hace unos años para estar cerca de ellas y el encuentro con nuestra parroquia Nativity of Our Lord. Todas estas historias están unidas por la inmensa confianza de Carmela en Dios, por el amor que Él tiene por ella y por los que la rodean. Es la confianza de una, que se siente amada por un Padre bueno, que sabe que nunca está sola, incluso en las situaciones más difíciles. Una fe que le vuelve audaz e insistente, con Dios y con los hombres, que le hace no tener miedo de pedir aquello que necesita. Es bonito ver que hasta sus yernos se apoyan en la fe de Carmela, casi pidiéndole, como si fueran niños, interceder por ellos ante el Padre. El encuentro con Carmela, su testimonio de una fe firme e inquebrantable, han sido para mí un motivo de estar profundamente agradecida a Dios durante este año. Qué alegría ver que la certeza de la fe puede dar forma a la vida de una persona, haciendo que se convierta en signo luminoso del amor infinito que Dios tiene por cada uno de nosotros.