Una de las tareas que me encomendó el padre Rubén, responsable de la casa de la San Carlo de Bogotá, es llevar la comunión a unas señoras enfermas de la zona más pobre de la parroquia. Cuando las visito los domingos, me sorprende la alegría con la que acogen a Jesús abriendo la puerta de sus pequeñas y estrechas habitaciones. Me hace pensar en la expresión que pudo tener Isabel cuando acogió a María cargada con Jesús. Junto con la alegría, aflora en ellas el dolor por las difíciles situaciones en que viven.
Doña Marta, por ejemplo, no puede andar y se desplaza por su habitación utilizando una vieja silla de oficina. Como no puede andar y el dolor no le deja tranquila, se ve obligada a pedir ayuda a su hijo. Por desgracia, la ayuda que recibe de él se convierte la mayoría de las veces en una violenta discusión debido a los problemas de alcoholismo del hijo. A menudo, cuando me despido de ella, pienso cuánto bien puede hacer Dios ofreciéndole sufrimiento físico y espiritual.
En el mar de preocupaciones por su propio sufrimiento, encontró espacio para sentir compasión por su amiga
Justo antes de salir a pasear por la callejuela del barrio, siempre me recomendaba ir a saludar a su querida amiga Diana, que vive en lo alto de la colina. Un domingo, sin embargo, esta sugerencia fue diferente… Doña Marta, al enterarse de que su amiga Diana se había lesionado en una mala caída, me pidió que le dijera que rezaría por ella y me hizo prometer que rezaría por ella para que no perdiera la esperanza. Esta petición se me quedó grabada. En el mar de preocupaciones por su propio sufrimiento, encontró espacio para sentir compasión por su amiga. Creo que esta compasión se debe a la amistad que las unía. A pesar de vivir a pocos minutos a pie la una de la otra, estas dos mujeres ya no tienen ocasión de encontrarse. Sin embargo, tienen en común la acogida fiel de Jesús en su vida cotidiana. Tener en común el sentido de todo aquello por lo que viven, por lo que luchan, contra las muchas adversidades que parecen abrumarlas, las hace estar cerca, hasta el punto de que una se preocupa por la esperanza de la otra.
Estoy agradecido de ser testigo de esta comunión, incluso de formar parte de ella. Lo más hermoso es que se me invita continuamente a tomar conciencia de ella cuando estas amigas me piden que sea un cauce para sus intenciones de oración. Al volver a la parroquia para la misa, me acuerdo de otro hecho: no soy sólo yo quien vive en comunión con ellas, porque junto a nosotros está toda la Iglesia. Hay todo un pueblo que me acompaña mientras miro con tierna esperanza el destino de Marta y Diana.