El misterio del nacimiento expresa claramente lo que es la misión. Esto es lo que sucedió con Cristo. El Padre envió a su Hijo amado y nació de María por obra del Espíritu Santo. No podía ser de otra manera. El Padre, que desde la eternidad ha engendrado y engendra a su Hijo, nos lo entrega necesariamente a través de la Virgen María. Para el Hijo, el ser enviado coincide con que su ser, eternamente engendrado por el Padre, haya nacido y vivido dentro del tiempo, como nosotros. Gracias a María y con ella, la misión de Cristo es vivir su filiación eterna dentro de la historia. Durante todos los días de su vida terrenal, en cada momento, Jesús recibió todo del Padre en cada momento y en cada instante afirmó con alegría la bondad y la misericordia sin límites del Padre. En la Pasión, tanto en el monte de los Olivos como en el Gólgota, Jesús vivió, con un sufrimiento único, su filiación eterna: se dejó amar por el Padre y bebió el cáliz, murió en la cruz y así afirmó la bondad misericordiosa del Padre. Su filiación vivida es lo que nos salva.
Ser misionero significa participar en la misión de Cristo. Como para él, para nosotros ser llamados a la misión quiere decir nacer, o más bien, renacer. Vivir la misión significa aceptar renacer ahí donde se nos envía y vivir la gracia inefable de ser hijos de Dios con todos aquellos a quienes Cristo nos confía. Renacer es ser uno con ellos, sin perder la riqueza que uno lleva dentro.
Vivir la misión significa aceptar renacer ahí donde se nos envía
Renacer no solo significa vivir en otro país −o quizás, en el mismo, pero como si no fuese el propio−, aprender un idioma, una forma diferente de relacionarse con el mundo, con las personas, las cosas o con Dios. No solo se trata de trabajar. Es dejarse amar en cada momento ahí donde Cristo nos ha puesto y dejar que su amor configure −es decir, dé unidad, luz y dirección− lo que se nos ha dado para vivir. Para la gloria del Padre.
Pero el que renace no solo comunica la vida que lo constituye. En primer lugar, recibe. Jesús recibió de María nuestra naturaleza humana: cuerpo, alma y espíritu. Recibió de María y José, que se convirtieron, por gracia, en sus seres queridos, los «suyos». Después, recibió de los apóstoles, de aquellos más alejados y de los más cercanos a él. Acogió a todos los que lo negaron uniéndolos a sí mismo mediante su perdón luminoso. Es más, llevó consigo al cielo su cuerpo traspasado y glorioso. Y no se quedó ahí. Envió al Espíritu, el Espíritu del Padre, para darnos la posibilidad de entrar en su carne gloriosa y contribuir a la fecundidad siempre nueva de su vida. En esta hora y por toda la eternidad.
Al contemplar esta segunda dimensión, me he dado cuenta con mayor profundidad de un gran regalo que he recibido. Hace treinta años, en junio de 1994, me enviaron junto con Michael Carvill y Vicent Nagle a Estados Unidos. Poco antes de nuestra partida, en un típico día romano de luz espléndida, don Massimo vino a recogerme a la universidad Gregoriana. Volvimos andando a casa (entonces el seminario se encontraba en frente de Santa Maria Maggiore, cerca de la universidad). Ya sabía a dónde me iban a destinar y teníamos ganas de pasar un poco más de tiempo juntos antes de irme. Caminando por via Panisperna, consciente de lo inmenso y diferente que era el país al que iba a ir, le pregunté: «¿Cómo podré conocer América?». Tras un instante de silencio, me respondió con sencillez: «A través de los americanos. Escúchales. Hazte amigo suyo». Hice mía su respuesta y esperé con ganas lo que Dios haría en un futuro.
Nuestra tarea en el instituto es educar para pensar y vivir radicalmente
En estos años, Dios me ha dado muchos amigos, empezando por los de mi casa. Con ellos he vivido y vivo una vida preciosa, llena de descubrimientos, alegrías, frutos y también cruces. Otro gran amigo que hecho ha sido David L. Schindler. Con él he viví y trabajé en Washington D.C. en el instituto Juan Pablo II durante más de veinte años, hasta noviembre del 2022, cuando falleció tras una breve y fulminante enfermedad. Él me comunicó una mirada de fe sobre este pueblo, sobre su historia y su lugar en el mundo. Me hizo entrar en esta experiencia. «Conocer (connaître) es nacer juntos», solía decir. De las cenas, a juzgar la antropología liberal y tecnocrática, pasando por el deporte, cantando juntos o la belleza de la contemplación. Hablábamos de todo y a todas horas. Hay pocas cosas tan agradables como la conversación libre y abierta entre amigos que trata de ir hasta el fondo de las cosas. En este mundo abstracto, fragmentado y fascinado por el poder tecnocrático, donde se prefiere la cantidad a la calidad, donde el quehacer ha eliminado el saber y la violencia se disfraza de amor, David siempre afirmó con sencillez y me ayudó a mirar que la vida es un don y que Dios está en el centro de todo, en cada momento. Le encantaba repetir una cosa: no nos pertenecemos a nosotros mismos. Nuestra tarea en el instituto, solía decir, es educar para pensar y vivir radicalmente, buscando sostener la fe de todos. Una de las cosas que me sorprende de esta amistad −que ha sido un bien enorme para mí y para la San Carlos− es que ésta también ha formado parte de la inmerecida y sobreabundante respuesta de Dios a la pregunta que tenía. En otras palabras, lo conmovedor de esta amistad es que es un signo discreto, potente y luminoso de la ilimitada gratuidad de Dios, de su amor concreto y personal. Dios es gratuidad, en sí mismo y para nosotros. Se desvela y se deja amar a través de la belleza siempre nueva e inefable que hay detrás y que llama en relaciones como esta. En el fondo, lo que uno recibe y se lleva consigo como parte de uno mismo es Dios, que con su gratuidad infinita se da de un modo siempre nuevo en la carne trasfigurada de todo aquel que se deja amar. Quien renace recibe este doble don: la amistad con Jesús y con los hombres.