Vivo en nuestra casa de Turín, donde estoy involucrándome en la vida parroquial de Santa Giulia. Uno de los ambientes de la misión es la catequesis para los niños de primaria.
Una tarde llego a los salones parroquiales para dar catequesis a los niños de segundo de primaria. Estoy pensando en empezar a introducirles en el Antiguo Testamento. Después de rezar y cantar juntos I cieli, empiezo a explicarles la creación tal y como se describe en el Génesis. El «sermoncillo» está bien preparado: el texto propuesto para leer, los pasos que hay que dar, las imágenes que ver… Al cabo de pocos minutos, se alza una docena de manos: «¿Ya tenéis preguntas?», digo. «¡A ver, decídmelas!». En ese momento se desencadena una avalancha de preguntas: «¿Cómo es posible que Dios haya creado el mundo si hubo un Big Bang?»; «¿Cuántos años tiene la tierra?»; «¿Qué dice la Biblia sobre los dinosaurios y el hombre de Neandertal?». Bastan pocos segundos para derribar el programa que había preparado para la clase. Voy respondiendo a las preguntas de los niños y, sin darme cuenta, pasa una hora entera en la que hemos hablado sobre la creación del mundo, sobre lo que los niños han aprendido en el colegio, sobre lo que dice la Iglesia. El momento del juego que se suele hacer al final −normalmente muy esperado− ha quedado olvidado.
Es solo uno de los muchos ejemplos que me han ayudado a entender que estar con los niños es un verdadero aprendizaje. Son sus preguntas las que les abren a Dios, no la buena preparación de mis clases de catequesis.
«¿Cómo es posible que Dios haya creado el mundo si hubo un Big Bang?»; «¿Cuántos años tiene la Tierra?»; «¿Qué dice la Biblia sobre los dinosaurios y el hombre de Neandertal?»
Otro episodio que me ha hecho compañía en estos meses: desde hace años, muchos niños invitan a catequesis a sus compañeros de clase. El oratorio de Santa Giulia ya era un lugar de referencia estable, sobre todo durante la pandemia. Un lugar siempre abierto para mirar a los demás cara a cara, para estar juntos, divertirse y donde plantear las propias preguntas. En definitiva, un lugar para proponer a los amigos. Gracias a este impulso misionero de algunos de nuestros niños, me he encontrado con otros que nunca habían hecho catequesis ni recibido ningún sacramento. Junto con los otros sacerdotes de la casa, hemos decidido acogerles a todos. Al final de una catequesis, uno de ellos se acerca y me pregunta: «Don Dennis, me gustaría bautizarme. Todos mis amigos se han bautizado». Sorprendido por la seguridad con la que se dirige hacia mí este niño, le respondo: «¡Estupendo! Pero tenemos que hablar con tus padres». Unos días después voy a cenar a casa de su familia. Después de una larga conversación en la que hablamos de diversos temas, el padre me dice: «¿sabes qué, don Dennis? En mi vida he tenido experiencias malas con la Iglesia. Hoy me cuesta creer en un Dios bueno que me quiera. Pero, ¿quién soy yo para impedir que mi hijo tenga una experiencia diferente? Estoy de acuerdo en que se bautice». Su reacción me deja con la boca abierta. Con gran asombro, me doy cuenta de la apertura mental de este padre que, a pesar de todo, ha intuido que su hijo ha conocido un lugar sano, una casa que le hace crecer. Así, he tenido la gracia de bautizar a cuatro niños de tercero y cuarto de primaria. Ha sido realmente conmovedor hacerles a los niños las preguntas que normalmente se dirigen a los padres de los recién nacidos durante el rito de acogida que precede a la liturgia bautismal: «¿Qué deseas?», «deseo ser cristiano». «¿Por qué deseas ser cristiano?», «porque creo en Cristo». «¿Qué te dona la fe en Cristo?», «la vida eterna». Esta es la sencillez de los niños que se dejan tocar por una amistad que los abraza e incluso los convierte en verdaderos misioneros.