El mutuo afecto entre profesor y alumno es la primera condición para poder enseñar algo a alguien. El anciano poeta Johann Wolfgang von Goethe en un diálogo con su joven amigo Eckermann declara: «En todas partes se aprende solo de alguien al que se quiere». Esto se percibe en los niños pequeños que aprenden sobre todo de sus padres, no tanto porque vivan con ellos sino porque se sienten queridos por ellos. Giussani subraya la verdad recíproca cuando habla de la educación como «comunicación de sí»: para educar, el maestro no debe simplemente enunciar verdades, sino entrar en una relación verdadera con el discípulo y jugársela personalmente. Newman, a su vez, indica que la condición esencial para ser un buen predicador consiste en tener pasión por la santidad del oyente.
Lo mejor que se puede comunicar a los jóvenes es una relación adecuada con toda la realidad, la creación y el Creador. Para entrar en esa relación, hace falta imitar a Dios y asombrarse. Y es que Dios, tras haber creado el mundo, se queda admirado: vio que era bueno, es decir, bello. «Lo más alto que puede alcanzar el hombre es el asombro», reconoce de nuevo Goethe. En nuestra vida cotidiana hay momentos donde la mirada sobre la cotidianidad se vuelve verdadera. Esto sucede cuando dejamos de considerar como algo sabido y normal lo que vemos, y entrevemos en ello un reflejo de lo divino. Ante la muerte, por ejemplo, caemos en la cuenta de que el mundo, en todos sus particulares, es precioso y bello; o cuando uno se enamora toda la creación canta. Las palabras de los grandes poetas nos permiten mirar la inmensa profundidad de las cosas pequeñas.
Lo mejor que se puede comunicar a los jóvenes es una relación adecuada con toda la realidad.
Desde el punto de vista metodológico, para enseñar el sentido de todas las cosas, es preciso contemplar un particular. Pues nosotros, los hombres, no somos ángeles que intuyen las verdades universales de un modo inmediato. Somos seres humanos, abiertos al infinito, pero al mismo tiempo limitados, porque somos de carne y hueso. Este hecho tiene unas consecuencias fundamentales en nuestra manera de conocer. Llegamos a la verdad universal partiendo de lo concreto, aprendemos de forma más fácil mediante los símbolos, las imágenes y las historias. Cuando Jesús quiso hablar de la bondad del Padre no escribió un tratado, sino que contó la parábola del hijo pródigo y del padre misericordioso. En sus parábolas no explicita todo, pero en ellas de alguna manera ya está contenido el todo, y quien las escucha puede meditarlas incesantemente.
Cuando daba clase de lenguas muertas, me di cuenta de otro principio pedagógico: los estudiantes se atascan fácilmente ante lo desconocido, pensando, por ejemplo, que para poder empezar a traducir se tiene que reconocer con claridad cada palabra. Todo se volvía más fácil cuando les preguntaba: «¿Qué reconoces en todo este barullo de palabras desconocidas?». Es necesario, por tanto, aceptar la propia ignorancia y partir no tanto de la inventiva respecto a lo que uno ignora (con la vana esperanza de resolver todos los problemas antes de afrontar la propia tarea), sino de la certeza de las pocas cosas que uno sabe para partir de una hipótesis positiva sobre el resto. Newman observa el principio sobre el que se basa esta experiencia: «Un espíritu filosófico o comprensivo requiere que lo viejo y lo nuevo estén unidos, intuyendo relaciones e influencias recíprocas en todas las partes; sin ello no puede haber un estar juntos ni un centro». Por parte del maestro, en cambio, este principio debe tener en cuenta las experiencias de los alumnos para poderlos ayudar a abrazar nuevos descubrimientos.
Una última observación: quien más aprende en el colegio es el maestro. Si quiere trabajar seriamente, necesita estudiar mucho; para responder a las preguntas de los alumnos, tiene que profundizar en los contenidos. Es más, esto es una verdad universal. Algo es nuestro en la medida en que la comunicamos a los demás. Esto vale para todos los aspectos de la vida cristiana, también en el colegio.