Hace no mucho tiempo, concretamente el 25 de agosto de 2017, empecé a ver más claramente y los fragmentos desordenados de mi vida parecían encajar entre ellos. Esa tarde le dije a don Francesco: «¡Creo que amo más a Dios que al resto de cosas!». En realidad, lo que quería decir es que descubría que Dios me ama y que esto es lo que da sentido al resto de cosas. Ese día «solo» me di cuenta de que Dios me estaba llamando. En realidad, llevaba fijándose en mí desde siempre.
Nací y crecí en un pueblo de montaña en el Abruzzo; los hilos que me han mantenido unida a Dios se remontan a mi infancia. En primer lugar, el amor de mis padres y el don que quisieron darme con el bautismo. Luego, la educación en la fe que recibí de mi madre y el asombro por la creación: el cielo estrellado, el gran roble que tenía delante de mi habitación, el cuerpo humano. Ante todo esto, mi corazón de niña hablaba con Dios y le preguntaba: «¿Quién eres Tú que haces estas cosas tan bonitas? ¿Las has pensado para mí?».
Intuía que en su vida había una promesa para mí.
Otro hilo potente mediante el cual Dios se hizo cada vez más cercano fue el encuentro con Gioventù Studentesca en bachillerato. Este encuentro respondía al gran deseo que siempre había custodiado de tener un amigo verdadero, un amigo para siempre. Así fue. En el encuentro con GS empecé a vivir el inmenso tesoro de la amistad y de la belleza de una vida comunitaria.
Todo esto floreció en los años de la universidad. Me mudé a L’Aquila para estudiar biotecnología y allí viví una vida plena con mis amigos. Fueron años fascinantes y realmente eran una compañía gracias a la presencia de Cristo. He sido amada sin medida, corregida, se me ha mirado con verdad. He podido caminar y arriesgar a dar ciertos pasos porque no estaba sola.
En esta plenitud, siempre había un espacio vacío en mi corazón que nada podía llenar. Por ello, en un momento, empecé a pensar que era yo la que tenía que llenarlo. Obviamente, no funcionó. Mi afán frenético y mis intentos no lograron nada. Un día pedí a Dios explícitamente que cambiase esta situación. Aún me sigue sorprendiendo: ¡el Señor siempre me ha respondido cuando le he gritado!
Así fue como al cabo de un tiempo, en unas vacaciones de verano conocí a Francesco Ferrari (hoy rector de la Casa de formación de la Fraternidad San Carlos). En un diálogo sencillo me dijo: «Giulia, tú eres sobre todo hija de un Padre bueno que te ama, que te ha querido tal como eres y te lo da todo». Estas palabras empezaron a hacer mella en mí y viviendo, descubría que eran verdad. Tan verdad que poco después, ese día de finales de agosto, pude confirmar mi intuición: reconociendo que Dios me lo daba todo, sentía el deseo de darle toda mi vida.
Desde entonces, comenzó un periodo de dos años precioso en el que me sentía literalmente en el centro del corazón de Dios. Pasaba la mayor parte del tiempo en el laboratorio, trabajando para la tesis, y lo que hacía me apasionaba. Seguía con la vida en la universidad y con la comunidad. Mis días eran los mismos que antes, pero estaban llenos de esta pregunta: «¿Qué me pides hoy y qué quieres regalarme?». En esos años conocí a las misioneras. Al principio las miraba con sospecha, aún aferrada a mis proyectos, pero en un determinado momento empecé a desear conocerlas mejor, porque intuía que en su vida había una promesa para mí.
Así, en mayo de 2019, pedí a sor Raquele que me acogiera. Pude dejarlo todo, familia, amigos y proyectos, solo por esto: era querida por un amor grande que me lo daría todo para ser feliz.
Ahora, frente a los votos definitivos, estoy cierta de que esta es la casa que el Señor ha pensado para mí. Desde siempre y para siempre.