Nací en Trento y crecí en un valle, cerca de la ciudad. El verano en que terminé la escuela media (entre segundo y tercero de secundaria, ndt) fui con mi familia a unas vacaciones en la montaña con la comunidad de la zona de Comunión y Liberación. En la primera excursión decidí ir a conocer a algunos de los jóvenes de Gioventù Studentesca. Cogí mi bocata y me acerqué a un grupo de tres que estaban esperando al resto para empezar a comer. Me quedé con ellos todo el día y en los días siguientes no paraba de buscarlos. Era como una lapa. Me atraía su amistad sencilla y bonita, su unidad y el entusiasmo con el que vivían cada cosa: los cantos, los juegos, las excursiones, los encuentros. En septiembre empecé a estar con los amigos de GS, en Trento. Los años del liceo fueron muy bonitos, aunque estuvieron marcados por las dificultades de la edad. Las cosas que descubría con estos amigos me lanzaban a vivir la vida. Nos preguntábamos el porqué de cada cosa, queríamos vivir el colegio con entusiasmo y juzgando las cosas, pasábamos mucho tiempo juntos preparando salidas, juegos y vacaciones.
Esos días me dieron la certeza de que Dios tenía un designio bueno para mí
En agosto de 2012, con algunos chicos de GS (entre ellos mi primo Gabriele, también sacerdote de la Fraternidad San Carlos), hice la peregrinación de Chestokowa en Polonia: diez días de camino para llegar al santuario mariano. Esos días me dieron la certeza de que Dios tenía un designio bueno para mí y me llamaba a descubrirlo. Poco después, entré en la universidad de Bolonia. Conocí a nuevos amigos, me enamoré de una chica, todo me decía que la vida es una gran promesa.
Tras la belleza de la experiencia de GS, fue natural pasar a la comunidad de los universitarios de CL. En Bolonia empecé a experimentar que la fe se expresa en la vida de un pueblo, que está hecha de compañía, de momentos que se viven juntos, de caritativa y diálogo en todo. En dos palabras, la fe está hecha de comunión y amistad. Con el paso del tiempo, empecé a darme por la vida de esta comunidad, compartiendo la responsabilidad con quien la guiaba. Al terminar el segundo año de carrera hacía muchas cosas, pero no estaba contento, sentía que faltaba algo. También estaba dividido entre una relación afectiva que pedía mucho y la vida de entrega a la comunidad que había empezado.
Entonces, sucedió un hecho que nos impactó a todos: una amiga de los tiempos de GS, una de las que conocí en la primera excursión que hice con ellos, lo dejaba todo para entrar en un monasterio. El día antes de irse, le organizamos una fiesta de despedida. Aquella noche me marcó su decisión radical, y más aún su cara radiante. Al volver a casa, me sorprendió este pensamiento: «Yo también querría ser todo de Cristo, como ella». Poco a poco, durante los meses siguientes el deseo de dar toda la vida a Dios me conquistó. Decidí ir a hablar con don Marco Ruffini, un sacerdote de la Fraternidad San Carlos. Empecé un camino precioso de verificación, primero a la vocación a la virginidad y, después, al sacerdocio. El deseo de dar toda mi vida a Cristo nacía de la vida sencilla en la comunidad a la que pertenecía, unido al deseo de servir a la Iglesia y al movimiento. Al conocer a don Marco, pude conocer mejor la Fraternidad San Carlos. Así, mi deseo de darme a Dios se orientó desde el principio hacia esta casa. Un día fui a ver a mi primo Gabriel, que por entonces ya había entrado en el seminario. Los pocos días que pasé en via Boccea me convencieron de que aquella era la compañía con la que deseaba vivir. Una experiencia de comunión y amistad, cuyo fin es servir a la gloria de Cristo en el mundo.