En mayo participamos en la «misión de barrio». Se trata de una iniciativa que surgió en una parroquia en las afueras de Roma, en la que Filippo Pellini empezó a servir hace un año. De cara a la dedicación de la nueva iglesia, se pensó en invitar personalmente a todos los que vivían en el barrio. Junto con un grupo de parroquianos y monjas, los seminaristas también decidimos participar en la iniciativa. Nos dividimos en pequeños grupos y empezamos a ir por todo el barrio, llamando de casa en casa. Fue fundamental no ir solos, precisamente con la intención de anunciar la belleza de la comunión.
En la mayoría de los casos fuimos acogidos. Sobre todo, nos acogían la gente con fe, que nos invitaba a su piso y nos hacía sentir como en casa, como si fuésemos amigos de siempre. Es una experiencia que ya conozco, gracias al movimiento de Comunión y Liberación. Es la situación que se da cada vez que me invitan personas o familias de la comunidad en otras ciudades o en el extranjero; la misma sensación de hogar que se respira entre hermanos en la fe.
Tuvimos una percepción nítida de que, en cierto sentido, nos estaban esperando. Es como si llevasen mucho tiempo esperando en la ventana.
No obstante, me impresionó especialmente conocer a personas alejadas de la Iglesia desde hacía años. Con muchos se dieron diálogos muy profundos. Adolescentes, jóvenes parejas con dificultades, ancianos. Cuando se daban cuenta de que éramos gente de Iglesia, nos contaban de sí mismos, hablaban de heridas que no habían sanado desde hacía años. Tuvimos una percepción nítida de que, en cierto sentido, nos estaban esperando. Es como si llevasen esperando en la ventana mucho tiempo. Ha sido un juicio compartido entre muchos de nosotros: en muchos casos es evidente que el hombre no espera otra cosa que el anuncio del Señor. Aun así, también fuimos rechazados muchas veces. Lo que me impactaba era la indiferencia con la que nos cerraban la puerta. Sin hastío, sin prejuicios, solo un leve fastidio. Como quien cuelga al agente de Vodafone que te ofrece una nueva promoción.
Volviendo sobre esto, en los últimos días pienso en la dramática indiferencia que vive el hombre con respecto a Dios y su sufriente paciencia. Nunca había pensado con dolor en el hecho de que el Señor esté habituado a ser rechazado desde siempre y continuamente. Tras el enésimo rechazo tuve un arrebato de indignación. En un momento de ira pensé: «Si solo supieran que están cerrando la puerta al Señor». Pero después me dije: «¿Acaso soy yo mejor? Quién sabe cuántas veces mi indiferencia Lo deja de lado».