Durante el verano de mi primer año de liceo (tercero de secundaria, ndt), un sacerdote de la Fraternidad San Carlos me invitó, junto a otros cinco portugueses, a las vacaciones de Gioventù Studentesca con la comunidad de Brianza. Las familias de un par de jóvenes nos acogieron en sus casas los días anteriores a las vacaciones. Sin conocernos nos acogieron como si fuésemos amigos, solo porque pertenecíamos a la misma historia. En las vacaciones constaté que, a pesar de la distancia geográfica y cultural −aunque no sea inmensa, se notaba−, estos chicos vivían la misma experiencia que yo en Lisboa con mis amigos. Solo que nosotros éramos cien y ellos, cuatrocientos.
En ese verano descubrí que Comunión y Liberación era el lugar para mí. Nací y crecí en el seno de una familia «chelina», y en esos días experimenté lo que me habían regalado mis padres. Descubrí que CL era mi casa y que el movimiento está en todo el mundo. Nació en mí un impulso misionero que en aquel momento no se traducía en anunciar a Cristo a todo el mundo, sino en reconocerlo dentro de la compañía que me ofrecía el movimiento. Ese mismo verano volví a Italia con mi familia al Meeting de Rímini. Al año siguiente mis amigos de la Brianza tuvieron que aguantarme en Navidades, Pascua y dos veces en verano, en las vacaciones de GS y de nuevo en el Meeting.
Este mundo que se abrió ante mis ojos en secundaria y bachillerato explotó en los años de la universidad. Con los estudiantes que venían a Lisboa de Erasmus tuve la oportunidad de agradecer la acogida que me habían dado. Además, la posibilidad de ir a verlos durante el invierno justificaba los viajes que hacía a Italia, Francia y España. Por fin, también yo tuve la oportunidad de hacer un Erasmus: descubrí dos nuevas casas, Chile y Argentina. Por otro lado, la comunidad de CL me pidió que siguiera viajando: buscaban a un voluntario para traducir los ejercicios universitarios de África para los jóvenes de Mozambique. De este modo tuve la oportunidad de ir dos veces a Uganda y una a Kenia.
Durante los años de la universidad, a esta vuelta preciosa por el mundo se le añadió una experiencia muy significativa: la caritativa con las monjas de Teresa de Calcuta. Con ellas iba a catequesis y ayudaba con el estudio a los niños de un barrio pobre de Lisboa. Lisboa es una ciudad preciosa, pero esta zona no forma parte de los recorridos turísticos. Los edificios son feos y, aunque ya no hay tanta violencia e inseguridad en la calle como antes, se sigue respirando un ambiente de tensión y malestar.
Cristo hace que cualquier lugar se vuelva familiar, solo porque Él está
Las monjas, que vienen de diferentes países del mundo, viven ahí alegres y con un amor por la gente del barrio que son impresionantes. No miran el reloj para ver cuando pueden salir corriendo e ir a la playa. Viven ahí y ahí se quedan, felices y en paz, a pesar del sufrimiento y la precariedad que hay a su alrededor. Con ellas empecé a entender que verdaderamente podemos tener una casa allá donde vamos, siempre que su dueño sea Cristo, quien hace que cualquier lugar se vuelva familiar, solo porque Él está.
Su modo de estar con la gente inspiró en mí el deseo de una vida consagrada, sacerdotal; una vida que ya sabía que estaba llena de belleza, sobre todo por la compañía casi cotidiana que hacía a mi familia el padre João Seabra, un sacerdote diocesano de Lisboa que acompañó y condujo desde sus inicios el nacimiento y desarrollo de CL en Portugal.
Por tanto, habiendo entendido que CL era el lugar escogido para mí, con un fuerte deseo de misión y sintiéndome llamado a la vida sacerdotal, vi que la Fraternidad San Carlos era el lugar al que Dios me llamaba. En 2017 empecé el camino en la Casa de formación con nuevos y viejos amigos. En el seminario coincidimos cuatro amigos que habíamos ido a aquellas primeras vacaciones de verano de GS.